La Bordadora del Castillo

La bordadora del castillo

I

Bordadora01En Castillo de Garcimuñoz, tuvo lugar esta bella leyenda, que las más ancianas del pueblo cuentan todavía con emoción.

Se conserva aún la preciosa entrada de su castillo feudal y sus murallas que cercan el pueblo.

Fue propiedad del Marqués de Villena y sucesores de igual título.

Quizá se mandara derruir tras la guerra con la Beltraneja. Porque el primer objetivo de los reyes católicos fue conseguir la Unidad Nacional. Y ésta no podría efectuarse mientras hubiera en el Reino señores tan poderosos como los mismos Reyes, que sacando sus mesnadas, batallaran casi como de igual a igual con sus Soberanos, disputándoles ciudades y pueblos.

Las murallas conservan los huecos de sus hermosos ventanales. Y cuenta la tradición, que el tercero o cuarto Marqués de Villena(2) tuvo una hija de singular hermosura, en quien cifraba su padre todo el orgullo de su ilustre alcurnia.

Rubia y delicada, como porcelana deSèvres, su tez blanquísima y ojos azules y dulces, eran como un bello madrigal.

II

Tenia el Marqués varios pajes, todos descendientes de las más nobles familias del Reino.

Amaba de manera especial al joven D. Enrique, por ser hijo de un gran amigo fallecido. Los azares de guerras le dejaron en extrema pobreza, al confiscarle sus cuantiosos bienes, cosa muy corriente en aquel tiempo.

El Marqués esperaba de la belleza de su hija un enlace ventajoso, porque era gentil y graciosa, hasta el extremo de ser tenida como una de las damitas más hermosas de su tiempo. Y ellos, los señores más poderosos.

Con frecuencia, Villena se complacía en ensayar la combinación de escudos de nobleza de los pretendientes que más le gustaban, con los escudos que llevaría su hija predilecta.

Como la fama de la bellísima Dª. Isabel, corrió por todo el Reino, fueron muchos los nobles caballeros que aspiraron a su mano. Y un día…..

LA CACERÍA

Se organizó una gran cacería en el Castillo.
Toda la nobleza estaba invitada y era enorme la afluencia de coches blasonados y muchas damas y altos dignatarios y caballeros que acudieron.
Con gran gala y esplendor se celebraron, siendo doña Isabel el talismán que atraía todas las miradas y admiraciones.
Ocurrió como era de esperar, que fueron varios los caballeros que pidieron en matrimonio a tan gentil y bella damita, amazona admirable, que ponía en brete a los más afamados jinetes, si querían seguirla.
Al terminarse las cacerías y las fastuosas fiestas que la siguieron en la señorial mansión, el Marqués de Villena manifestó a su hija:

-Tengo que hablaros Isabel. Mañana, a las diez, os espero en mi cámara.

-Bien, señor. Seré puntual.

El rubor cubrió las mejillas de raso de la joven, su corazón latió con violencia y un temor muy grande se apoderó de ella.

-¿Quien será esta vez el pretendiente? – se preguntó inquieta.

Isabel pasó muy mala noche. Su corazón le decía que algo terrible se aproximaba y presintió el peligro.
Tras su frugal desayuno -que casi no probó- entro una doncella a decirle:

-Señora, el Mayordomo del Sr. Marqués, vuestro ilustre padre, dice que os espera.
-Decidle que voy al momento.

Y con paso decidido, tratando de disimular lo mejor que pudo, los temores que la atormentaban, se dirigió al aposento de su padre.*

LA ENTREVISTA

 

-Os llamo Isabel-le dijo tras saludarla y mandarla sentar cortésmente- para poner en vuestro conocimiento el alto honor que nos hace a todos, en especial a vos, el señor Duque de X, mi gran amigo, pidiendo vuestra mano de esposa. ¿Qué os parece?

-Me parece, señor, que podría ser mi padre.

-Eso no tiene gran importancia. Es noble, riquísimo, y está muy enamorado de vos.

-Nunca podría imaginarme ser esposa de un caballero que me triplica la edad.

-Una vez casados, ya le tomaréis cariño. Figuraos si le habréis causado impresión, que él, que era un empedernido solterón, se ha decidido, rendido ante vuestros encantos, a tomaros por esposa, si le aceptaseis.

Hacia ya tantos años que no os veía…. Y sois ya una mujer: ¡diez y seis años…..!
-Señor: soy aún muy joven para casarme. Y además que no creo tener vocación de casada.
-Eso no es posible. Tenéis que continuar este ilustre linaje; tenéis que perpetuar esta raza de nobles y poderosos señores….

-Hermanos tengo, señor, que llevarán vuestro ilustre apellido y lo perpetuarán mejor que una mujer….

-Pero yo os amo, bien lo sabéis, más que a ninguno de mis hijos y deseo que os caséis, y si es con vuestro pretendiente actual, mejor que mejor.

Será una suerte para él. Pero no será menos para nosotros.

-Por favor os pido, señor, que me dejéis tranquila aun unos años.

-Es que ya van desdeñados varios pretendientes, a cual mejores y esto me hace pensar…. que tal vez… Pero no, esto sería horrible.

-Por favor, padre, no sigáis.

-¿Cómo no se me había ocurrido antes….? ¡Vos amáis a otro…!

-Sólo a vos, señor y padre mío…. ¿Qué prisa tenéis en deshaceros de esta hija que tanto os quiere?

-Bien. Veo que ahora no queréis complacerme. Os dejaré ocho días para pensarlo, y el día que cumpla ese plazo, me daréis vuestra contestación definitiva.

Ya sabéis que a nadie he sufrido estropee mis planes y proyectos. ¡Pensadlo bien…!

Y casi sin mirarla, con palabra tan áspera, como antes fuera amable, despidió a su hija, que iba traspasada de dolor.

EL PASEO

Habían pasado cinco días.
Aunque la joven trataba de disimular, su cara de angustia no pasó desapercibida.
Todas las tardes salía a pasear a caballo, dando largos rodeos para volver al Castillo, lo más tarde posible que permitían las buenas costumbres. Estaba temerosa de encontrarse con el Marqués. Por lo demás estuvo frío y correcto, sin la más leve alusión.
La joven, aquella tarde, galopaba desesperadamente.
Como era buena amazona, pronto perdió de vista el pueblo, llegando a un monte, en donde había una fuentecilla de agua fresca y riquísima, desmontando para dar de beber a su caballo, tras haber bebido ella.
Melancólica miraba el agua, sin darse cuenta de que era seguida con precaución por D. Enrique, el cual, sin hacer ruido, respetuoso, con voz velada por la emoción le dijo:

-¿Qué tenéis, Isabel querida….?
-¡Ah! ¿Sois vos….? Me habéis asustado….No creía que nadie me siguiera.
-¿Ni siquiera el Duque…?

La niña quedo cortada, viéndose descubierta. Y su hermosa cara se encendió como una amapola.

-No es necesario que me contestéis. Lo sé todo. Vuestra doncella, me lo ha contado. Y ahora, ¿qué haréis..?
-No amo al duque y así se lo he dicho a mi padre.
-Pero, ¿y él, hermosa niña, se conformará con eso…?
-No lo sé y ésa es mi preocupación.
-Deseaba veros. No he podido dormir, ya varias noches, en pensar en vos.
-Gracias, Enrique. Sois muy bueno para mí. Un hermano; sólo que más cariñoso que ellos.
El joven suspiro. La emoción le embargaba. Al fin, tras un ratito de silencio dijo:
-Esa es mi pena y mi alegría….¡Soy un hermano para vos…!
En cambio yo, diera gustoso por vos mi vida…¿Qué mayor placer, para un pobre como yo que poder morir, por la única persona a quien ama apasionadamente mi corazón…?
-Mi pena no tiene remedio. Nadie creo que pueda aliviarla.
-¿Cómo tendrá valor el señor Marqués, para sacrificaros a una vil conveniencia, siendo como sois, más hermosa que el sol y más dulce que un panal…?
¡Bien contento puede estar el Duque, si es tan afortunado que os consigue…!
Todos los millones, el mundo entero a vuestro lado, nada valen.
¡Quién pudiera ser el más rico y poderoso del mundo….!
¡Ah, entonces…!
¡Entonces no consentiría que fuerais de nadie, sino mía…!

Esto lo dijo con tal ardor, con tanta pasión, de modo tan inesperado y rotundo, que Isabel quedo anonadada y sin saber qué contestar.
Y vio claramente, que el cariño y atenciones que desde siempre le demostraba Enrique, si bien con extraordinarios miramientos y etiqueta, no eran precisamente inspirados por un cariño de hermano.

-Perdonad cuanto os he dicho. Estoy loco y no sé lo que digo…
Vos sois para mí, como un bello amanecer. Algo tan delicado y tan sublime, que, aunque no os merezco-reyes son poco para vos-en pensar que no pueda veros más, creo morir de angustia..
Adiós, mi señora. Puesto que ya conocéis mi secreto, que sin pensar os he revelado, no me guardéis rencor. Compadeceos de mí, seguid vuestro alto destino, y recordad tan sólo, que si alguna vez necesitáis una vida, un hombre que por vos muera, ¡hacedme el honor de acordaros de Enrique…!

Y cogiendo una mano de Isabel con tal rapidez que no pudo impedirlo, besó apasionadamente sus lindos deditos rosados, montó en su corcel y partió a galope, dejando a la niña confusa, halagada y sorprendida…

EL PLAZO

Rápidamente pasaron los días restantes del plazo fatal.
Durante ellos pudo ver claramente Isabel en su corazón, con alegría, dolor y sorpresa, que lo que ella sentía por Enrique, también era amor.
Isabel tenia la belleza y dulzura delicada de su difunta madre y el carácter firme y resuelto de los Villena.
Convencida de su amor a Enrique, decidió defender su cariño, contra viento y marea, pasara lo que pasara.
No ignoraba que era una temeridad terrible, que pagaría muy cara; pero no quiso sacrificar su cariño y decidió ser fiel a su corazón.
Cumplidos los ocho días, el Marqués de Villena volvió a llamarla.
Triste, seria, digna y decidida, se presento ante el Marqués.

-¿Habéis decidido ya, Isabel?
-Señor, nada nuevo puedo deciros. Mi corazón rechaza una unión tan desigual en edad y siento que nunca podré amar al Duque.
-¿Y qué tiene que ver el amor en los casamientos?
-Nunca podría ser una buena esposa, si no amara a mi marido.
-¡Cuánto parecéis saber de estas cosas….! ¡Y yo que os creía ignorante e insensible en estas cuestiones…! Pero vamos, esto no tiene más que una explicación. Isabel, vos estáis enamorada de otro! ¡No lo neguéis…! ¿Quién es el que os ha robado vuestro cariño, que deberíais haber guardado celosamente, para el esposo que se os destinara? ¿Quién es..?
-Pues bien, señor y padre mío, puesto que lo queréis saber, sea: amo a D. Enrique.
-¿Es posible…? ¡Vos, la más hermosa y poderosa señora del Reino, enamorada como una pastora, de un doncel…?
-Señor, es joven, hermoso y gentil y me ama…
-¿Y desde cuando se ha atrevido ese bellaco, a poner los ojos en mi hija?
-Señor, no puso los ojos solamente; sino también el corazón.
-Cara ha de costarle su osadía. El tormento le espera. ¡No le volveréis a ver más, porque se pudrirá en un calabozo; en la más negra mazmorra del castillo!
Así paga la hospitalidad y cuidados que le di, los muchos beneficios.
-Aunque pobre de bienes, de alta alcurnia es. Casi tan alta como la nuestra, según varias veces os he oído a vos mismo…
Y su ilustre padre, si mal no recuerdo, poco tiempo antes de serle confiscados sus bienes, hasta os salvó la vida….
-¿Quién se acuerda ya de una batalla de hace veinte años…?
Podéis olvidar a D. Enrique, porque ya os dije, no le volveréis a ver más.

Y con furia añadió:

-Salid y permaneced quieta en vuestras habitaciones, hasta que recibáis mis órdenes.
La joven hizo una inclinación de cabeza, y sin decir palabra, salió….
En el rostro airado de su padre, leyó la ira y la venganza…

RECLUSIÓN

Marchó Isabel aterrada a sus habitaciones.
Estas eran en el piso principal, las ventanas primera, segunda y tercera del ala derecha del castillo. Todo el valor que demostró ante el Marqués de Villena, la abandonó al llegar a su aposento.
Un torrente de lágrimas y ahogados suspiros brotaron de su enamorado pecho.
La doncella entró presurosa. Amaba a la joven con ternura y veneración y trató de consolarla.
En esto, recordó Isabel las amenazas de su padre contra el pobre D. Enrique. Solo, huérfano, sin familia ni fortuna, ¿quién habría de protegerle…?
Rápidamente tomó papel y pluma y escribió lo siguiente:

«Don Enrique, mi padre se vengará de los dos, en especial de vos. Porque yo también os amo con toda mi alma.
Huid, por Dios, que El nos protegerá. No perdáis momento, si no queréis perecer en una mazmorra.
Guardad mi recuerdo, como yo eternamente guardare el vuestro. Isabel.»

La fiel doncella que también sentía gran simpatía por Don Enrique, estuvo en acecho hasta que llegó.
Desde la ventana de Isabel le hizo señas de que esperara, echándole el billetito que ella escribiera.
Lo leyó rápidamente, monto en su caballo y desapareció como una flecha.
Un rato después, un pastorcillo hizo señas a la doncella que, bajando un bramante largo al cabo del cual había puesto una cestita, subió otro billete, que ansiosa, leyó en alto, con los ojos arrasados en lágrimas. Decía así:

«Señora mía y dulce Isabel: partiré para Flandes o Italia. Vuestro recuerdo va en mi corazón. Volveré poderoso y lleno de honores, o moriré en campaña. Esperadme, si sois tan buena que podáis hacerlo y tan valiente que lo podáis resistir.
Si no volviera, rezad por mí, porque es que habré muerto con vuestro nombre en los labios.
Pero no. Aunque no lo merezca, lo merecéis vos. Volveré triunfante y poderoso. Podré recuperar mi hacienda usurpada y entonces, nada tendrá que oponer vuestro padre a nuestra unión.
Os ama mil veces más que a su vida, vuestro fiel esclavo, Enrique.»

Mil veces besó emocionada la carta tan amada.
Desde entonces, éste fue su único tesoro.
La leal doncella sonrió triste, secándose una lagrima furtiva, porque como ella no estaba enamorada, pesaba y medía muy bien el alcance de aquella pasión y las dificultades terribles que tendrían que vencer los enamorados….

EL CAUTIVERIO

El Marqués de Villena no cejo en su enojo.
Isabel siguió firme en su amor y en no admitir nupcias con ninguno de los pretendientes que se le propusieron.

-Mientras no volváis de vuestro acuerdo, permaneceréis prisionera en el castillo-dijo Villena.
-Cúmplase vuestra voluntad, padre y señor.
-Y así fue como la linda flor del Marquesado de Villena, permaneció dentro de su castillo feudal, prisionera de su propio padre.

Solamente la doncella podía hacerle compañía.
Al principio, nadie supo la verdad de lo ocurrido.
Se dijo que la damita estaba enferma y la habían mandado quietud.
Y ella, triste y abatida unas veces, firme y decidida otras, se pasaba la vida mirando por el ventanal el camino por donde se fue D. Enrique, haciendo primorosos bordados, con destino al ausente…

Pasó el tiempo. Nada se sabía de D. Enrique.
Tres veces cubrieron los campos las nieves del invierno, y otras tantas vovieron a florecer los almendros.
La joven cautiva bordaba y lloraba, mirando de vez en cuando, desde su ventana, el camino por donde partió su galán.
Cuantas tentativas hizo el Marqués, salieron fallidas. Y entonces, optó por dejarla prisionera en el castillo, aunque sin faltarle nada, sin permitirla salir de sus habitaciones.
Y ella, junto a la ventana primera del ala derecha del castillo, seguía bordando y bordando….

-El que ampare estos desdichados amores-había dicho el Marqués a sus más íntimos y leales servidores-morirá en las mazmorras.

Y nadie desobedeció.
Paso el tiempo. La gente empezó a hacer cábalas y a preguntarse: ¿Por qué estará prisionera la niña…? ¡Siempre se le ve junto a su ventana bordar y bordar…!
Llegó a ser popular por entonces y por aquel pueblo, un romance que cierta noche oyera Isabel:

Borda que borda la dama,
mira que mira el camino;
y van pasando los años,
y no llega el peregrino…
Y ella, palidecía y lloraba en silencio, esperando, siempre esperando…
Otros tres años pasaron, sin que Isabel tuviera noticias de D. Enrique, hasta que un dia…

EL JUGLAR

Bordadora02Corría el séptimo año, cuando una noche plácida serena de otoño, llegó al castillo un juglar.
No hizo las señales de rigor para que se tendiera el puente.
A eso del filo de la media noche, se oyó un laúd que desgranaba dulces notas.
A poco una bien timbrada voz, cantó bajo la ventana de Isabel:
La niña, que no dormía y rezaba y lloraba, lo oyó. Se puso una capa de raso blanco sobre los hombros y llamando a su doncella, ambas se pusieron a escuchar la bella melodía.

-¿Encendemos una luz para que el cantor sepa que nos hemos enterado?
-Encendedla. Me parece bien.

La canción decía así:

Dama de cabellos de oro,
la de la frente de nieve,
por la que pena y adora,
la que por él tal vez muere…
Cesen las penas amargas
señora de sus ensueños,
que ya viene desde Flandes,
el que ha de ser vuestro dueño.
Ni un minuto os olvidó:
ni os fuisteis de su memoria.
Hoy es grande y poderoso.
Viene a ofreceros su gloria.
Que ya se acerca el momento,
no os fatigue el esperar.
¡Os queda toda una vida,
para poderos amar…!

Esta última estrofa, la repitió el cantor dos veces.
Isabel lloraba de alegría.

-Encended y apagad la luz tres veces, para que sepa de cierto que le hemos visto y entendido el mensaje, que envía D. Enrique.

Así se hizo.
Pero los del castillo también se dieron cuenta de lo sucedido y rápidamente salieron para apresar al cantor.
Mas éste, avisado y prudente, antes de que se abrieran las puertas de la fortaleza, partió a galope tendido, perdiéndose de vista jinete y caballo por las encrucijadas del camino, en las tinieblas de la noche.

LA ENFERMEDAD

Isabel vivió por primera vez, desde hacia siete años, días de intensa emoción y alegría.
Volvió a mirarse al espejo con cuidado, en afán de estar bonita, como cuando él partió.
Con pena vio, que los hermosos colores que huyeron hacía tiempo de su rostro, no volvían a aparecer.
El azul de sus ojos se había oscurecido y su mirada era triste y profunda, llena de dolor y nostalgia.
Los labios, descoloridos, mostraban al sonreír unos dientes blancos e iguales sobre encías blanquecinas.
La pobre Isabel, acostumbrada a la vida sana, movimiento y continuos paseos a caballo, encerrada hacía siete años en las habitaciones del castillo, había perdido la salud.
Repetidas veces le advirtió su doncella que procurara alimentarse; que debería estar guapa para cuando llegara don Enrique.
Pero era tanta su pena, que en la inacción y el encierro el apetito había huido, como huyo el sueño a medida que aumentaba su dolor.
Nada le dolía y no permitió nunca que se llamara al medico.
Y como su padre anuncio que hasta que ella no deseara pedirle perdón por su desobediencia y estuviera dispuesta a obedecerlo, no la volvería a ver, ambos se mantuvieron firmes.
Ni siquiera dejó que sus hermanos la visitaran.
Así es que desde el día fatal en que tuvo lugar la entrevista con el Marqués, no volvió a ver a nadie de la familia.
Un día del crudo invierno cayó una nevada tan copiosa que Isabel sintió un frío intensísimo, aun con el vivo fuego que ardía en la blasonada chimenea.
Isabel, a pesar de todo, se empeñó en abrir su ventana y contemplar la nieve que caía a grandes copos y de la cual tenía ya una gruesa capa el suelo.
Grandísima paz experimentó su alma ante el bello panorama de blancura inmaculada, tan semejante a su espíritu.
Ni un solo ser aparecía en el amplio horizonte que se divisaba desde la ventana.
Se acercó un momento a calentar sus dedos, junto a las llamas de la chimenea.
En esto, un pobre pajarillo aterido entró en la habitación.

-Pobrecito-dijo Isabel.

Bordadora03Entra y hazme un poco de compañía.
Trató de cogerlo y como el pajarillo estaba casi helado, pudo alcanzarlo con facilidad.
Al tenerlo entre sus manos, notó que el pobre corazoncillo latía descompasadamente. Estaba asustado.
Entonces besó su linda cabecita, lo acercó un poco al tibio hogar y lo soltó para que volara libremente por la habitación, cerrando cuidadosamente la ventana.

-También estás solito, como yo.
Tal vez hayas perdido tu amor…Podemos ser buenos amigos.
Te daré comida y calor y mi compañía, a la vez que contigo no estaré tan sola.

A los pocos días, Isabel era amiga del pajarillo, con el que pasaba muchos ratos distraída. Este jugueteaba y volaba alrededor de Isabel.
Pero desde el día de la nieve tosía terriblemente.
Las noches enteras las pasaba sin dormir. Y su doncella vio espantada que su linda y gentil señora, teñía de rosa los pañuelos donde escupía.
Ya, sin consultarla más, llamó al medico.
La pobre Isabel no opuso resistencia. Ahora, después de oír al juglar, deseaba vivir, con todas las fuerzas de su enamorado corazón.

EL DICTAMEN

El viejo doctor examinó detenidamente a la paciente.
A medida que avanzaba en la exploración, su cara se ensombrecía.
Terminado el reconocimiento le dijo.

-Querida niña: estáis un poco enferma y e preciso extremar las precauciones. Ante todo debéis tomar una alimentación abundante y nutritiva y estas medicinas que os recetaré.
Corred los cortinajes y que el sol y el aire penetren en vuestros aposentos.
Mantened las ventanas abiertas, incluso por la noche, a no ser que sea muy fría y cuidad que no os de directamente el aire ni el relente.
Usad cuanta ropa de abrigo necesitéis y muy buenas lumbres.
Distraeros y pasead por estos contornos, despacio, sin cansaros…
Y el resto del tiempo guardad reposo. Y ya vendre a veros con frecuencia.
-¿Sanaré?
-Si hacéis cuanto os digo al pie de la letra, os pondréis pronto buena.

La doncella salió a despedir al médico. A ella, le dijo cosas bien diferentes.

-Es gravísima su dolencia. Tiene un pulmón totalmente deshecho, y el otro, ya va en buenas… No creo que podamos salvarla.
De todos modos, animadla. Que esa tristeza infinita que le roe el alma, se aleje de ella… No creo viva mucho tiempo; pero ella debe ignorarlo.
-Ya sabrá usted los tristes acontecimientos.
-Como todo el mundo. Algo más tal vez. Y este encierro y tristeza la han matado.
Hablaré con el señor Marqués, le expondré el gravísimo estado de la niña. Al menos que levante esta prisión y le permita pasear alguna vez por el campo, claro que en carruaje. Ella no se debe fatigar.

CUIDADOS Y ESPERANZAS

Todo se cumplió como el medico había prescrito.
Un temor tremendo se apoderó de Isabel. Y una esperanza grande, ansia loca más bien, de vivir, invadió su espíritu, desde que oyó al juglar.
Pasaron los penosos meses del invierno, tan crudo en Cuenca.
Ya empezaba a apuntar la primavera, que trajo inmensa alegría a la niña.
Deseaba vivir y estar hermosa, para cuando llegara Enrique.
Tal vez-le decía su fiel doncella-le retienen en la Corte las incidencias del pleito.
El no puede llegar con las cosas a medias.
Su triunfo debe ser definitivo, como él desea y vos merecéis.
Por eso tarda. Pero vendrá.
Volverá por vos y saldréis de este castillo, como reina, del brazo de vuestro joven galán…
Isabel sonreía sin poder creer en tanta dicha.
A veces, un golpe de tos cortaba estos razonamientos.
Y el pañuelo, teñido de color rosa, denunciaba que el mal seguía haciendo estragos.
La infeliz sollozaba muchas veces, se miraba al espejo, espiando a ver si encontraba un rastro de mejoría…

-No adelanto nada-decía a su doncella.-No tengo color nada más que cuando me sube la fiebre y solamente en los pómulos…
-Aprensiones vuestras. El volverá y os traerá la salud y la alegría.
-Dios te oiga…¡Muchas veces pienso que va a llegar tarde…!

VISITAS

El Marqués fue a visitar a Isabel, cuando volvió de sus excursiones y empresas guerreras.
La niña se mantuvo seria y digna, sin pedir nada, sin reprochar nada.
El alma llevaba rota.
Cuando el medico le dijo la gravedad de su hija, sintió intenso dolor y remordimiento por su dureza en lo pasado. Pero su orgullo aún no cedía.
Quiso remediar en parte lo hecho y dijo a Isabel:

-¿Deseáis que se os traslade a algún otro sitio?
-Estoy aquí muy bien. Además he tomado cariño al castillo y a estas habitaciones, de donde no salgo desde hace siete años…
-Dejemos lo pasado. Ahora estáis algo enferma y el médico opina que deberíais cambiar de vida. Quizá en otro lugar, un clima más templado…
-Deseo permanecer aquí, donde me encuentro tan a gusto.
-Como queráis. Mi primer deseo es no violentaros.

La joven esperaba siempre a su juglar y no quería moverse, tanto por no despistar a D. Enrique, como por mantenerse firme hasta el final.
¡Ah, si ella hubiera tenido una madre…!
Considerábase más resguardada de las miradas de su padre en aquel alejado castillo. Porque el Marqués, rara vez estaba en él, sobre todo, desde que tenía prisionera a su hija.
Y ella, en aquellas habitaciones dando a campo abierto, conservaba la esperanza de ver aparecer a D. Enrique, o al menos al juglar que cantó frente a su ventana, para darle noticias de su amado ausente.

RETORNO

Bordadora04Por los caminos que conducen a Castillo de Garcimuñoz, alegremente marcha una tropa compuesta de unos quinientos hombres.
Los capitanea D. Enrique, que monta brioso corcel, regiamente enjaezado.
Don Enrique es ya un hombre en la plenitud de su lozana juventud: treinta años.
Su hermosura varonil llama tanto la atención, como su apostura y bizarría.
Como un león se batió en Italia y Flandes y mereció las más altas recompensas.
Ha recuperado todas sus tierras y honores, por gracia de los Reyes y justicia debida a su noble estirpe.
Se revisaron todas las actuaciones antiguas y ganó el pleito.
Trae concesión especial del Rey para desposarse con Isabel de Villena.
Ya nada podrá objetar el altivo Marqués.
Es tan rico o más que su hija.
Y en cuanto a pergaminos, a los antiguos escudos, se han unido nuevas ejecutorias de nobleza y bizarro comportamiento en las batallas.
Sin embargo, llegado el momento decisivo, soñado y ansiado durante siete largos años, no siente alegría propia del enorme triunfo, de su apoteosis, que está a dos pasos.
Va a hablar con el Marqués de Villena, que sabe que está en el Castillo, según noticias, a causa de la enfermedad de Isabel.
Le dijeron que no era de cuidado. Pero él teme que el ángel de candor y firmeza, que ya siete años le espera, sufriendo cautiverio por su amor, esté más grave de lo que le han dicho.
Ya falta poco para divisar el pueblo, que, edificado sobre un alto, se ve desde muy lejos.
Son las cuatro de la tarde de un hermoso día de finales de Septiembre.
Avanza la tropa y D. Enrique desearía que fuera más deprisa.
Por fin aparece el Castillo en su imponente grandeza y severa majestad.
Llega a sus oídos el sonido de las campanas. Pero, ¡ay! que no es de alegre repique que él desearía; sino que tañen tristemente a muerto.
¡Y son todas las campanas…!
Alguien de categoría debe haber fallecido.
El corazón le da vuelcos de dolor y negro presentimiento le punza el alma.

-Apresuremos la marcha…Picad espuelas-dijo don Enrique-que lleguemos pronto.

Y a galope tendido llegaron a las puertas del castillo, completamente abierto, sin que nadie les preguntara nada ni les dijera una sola palabra.
El triste continente de todos, bien a las claras anuncia el duelo.
Los servidores del Marqués, en dos filas, de riguroso luto, con hachones encendidos, dan escolta a la fúnebre comitiva, que sale entonces justamente.
Llevan una caja forrada de raso blanco, sobre la que revolotea un pajarillo.
Un coche blanco, con caballos blancos también, con enormes penachos de plumas como la nieve, espera a dos pasos, un poco más allá.
Multitud de público comenta el suceso.
A D. Enrique le han cogido de ambos brazos, sus dos fieles amigos, Capitanes que le acompañaron en sus horas difíciles en Italia y Flandes. Casi a la fuerza tratan de retirarlo.
Otro amigo, comprendiendo lo que ocurre, da ordenes a la tropa de volver atrás.

-¡Alto!- dice dominándose D. Enrique.- Formaos correctamente en dos filas, porque vamos a acompañar al entierro.

Con profundísimo dolor, aquellos valientes y bizarros soldados, que aún traían en sus ropas polvo de las victorias obtenidas en lejanas tierras, acompañaron al blanco féretro donde dormía una virgen, en vez de asistir a unos desposorios, casi regios y felices.
Dobles filas de clérigos, frailes y abades llegaban casi desde la puerta del castillo al cementerio.

Nadie les dijo nada ni ellos dijeron.
Solamente al llegar al camposanto, tras retirarse la inmensa comitiva que asistió al sepelio, acompañando al Marqués y su familia que presidían el duelo, dicen, que allá al caer de la tarde, todos marcharon al castillo, sin proferir una palabra, ni cambiar conversación con nadie.
Solamente D. Enrique fue buscado por la doncella, que le aseguró que Isabel murió santamente, con su nombre en los labios, ofreciendo a Dios sus sufrimientos y muerte, por la felicidad del ser que tanto amaba.

-Dile si lo ves-¡porque él vendrá, estoy segura!- que en el cielo rogaré por él y que allí lo espero.

Lagrimas de fuego vertió aquel titán, ante las pocas palabras de la doncella.
Y cuentan, que ella misma volvió al cementerio, al cerrar la noche, habiendo advertido a los operarios, que no cerraran por completo el sepulcro, porque el que ante Dios era en el corazón de la dulce Isabel, su esposo, y por cuyo amor murió, deseaba verla por última vez, después de siete años de angustiosa espera.

Bordadora05Cuando el cielo azul se hallaba cubierto de estrellas, tres caballeros fueron sigilosamente al cementerio a hacer una ultima visita a la dulce y sufrida Isabel.
Uno era D.Enrique.

Nadie les puso impedimento. La fiel doncella los acompañó todo el tiempo y con los tres caballeros, permaneció unas horas ante la muerta querida, blanca como la nieve y hermosa como un querubín.

Empezaba a clarear por el oriente, cuando los visitantes abandonaron el sagrado recinto.
Montones de oro repartió D. Enrique, entre aquellas humildes gentes, que le proporcionaron ver por última vez a su Isabel adorada.

Del brazo de sus amigos salió D. Enrique, al que los sollozos ahogaban.
Inmensa piedad sintieron los de Castillo de Garcimuñoz contemplando al apenado galán, que en vez de una novia sonriente y prometedora, encontró una caja blanca, con la muerta querida, bellísima y encantadora, que aún parecía sonreírle desde su ataúd, dulcemente……

(1) Datos Srta. Maria Angustias Garrido Castillo de Garcimuñoz.
(2) Dato proporcionado por D. Jase Hermosilla, abogado e investigador.